El buen ciudadano

lunes, junio 29, 2009

Prejuicios

Hay ciertas actitudes cotidianas, que tenemos sin darnos cuenta, que pasan inadvertidas, y que sin embargo acarrean efectos indeseados tanto a nivel personal como a nivel social. Claro que si solo echamos un vistazo general y superficial, no captaremos esos efectos. Pero a veces es muy saludable no dejarse arrastrar por la alocada corriente y detenerse a reflexionar un poco, al menos un poco. Entonces es posible que entendamos que deberíamos cambiar muchas cosas, en particular determinadas actitudes hacia los demás que parecen intrascendentes pero que en realidad no lo son en absoluto, y que hacen al ambiente en el cual vivimos cada día de nuestras vidas.

Prejuicios, liberémosnos de los prejuicios, prejuicios que levantan de inmediato una barrera entre nosotros. Permitámosnos comunicarnos, ayudarnos, entendernos, encontrarnos. Somos seres sociales, cada uno de nosotros necesita de los demás por naturaleza, y nuestras relaciones se ven muchas veces condicionadas por prejuicios que van en contra de esta ley natural, y que contaminan nuestro entorno volviéndolo áspero, frío, gris, frágil. En otras palabras, dejemos de juzgar al otro por su apariencia, que no nos importe qué ropa lleva puesta, cómo habla, de qué color es, de qué tamaño es. Porque al hacerlo, no estamos viendo al otro como a un igual, un compañero, un ser que puede estar necesitando nuestra ayuda o que puede brindárnosla, sino como a un extraño que nada tiene que ver con nosotros, al cual nada nos vincula, o como a un sujeto peligroso o inferior, según los casos. Lo que sucede es que estamos atravesados por una cultura, una cultura que en gran medida es prejuiciosa y discriminatoria, y nuestros comportamientos obviamente no están separados de esa cultura, sino que por el contrario están regimentados por ella. De ahí que la mayoría de las veces no advirtamos que mucho de lo que hacemos y decimos no contribuye en nada a configurar un mundo cálido, confortable, acogedor, en el que haya cabida para todos, un mundo hecho de lazos de solidaridad, en el que la vida dé gusto, en el que no nos miremos con recelo sino con afecto, en el que nos reconozcamos y nos respetemos mutuamente.

Juzgar al otro por su apariencia es hacer una gran elípsis, es suprimir de un solo golpe todo lo que no se ve en la superficie, todo aquello que permanece en la profundidad del ser de cada uno, como las emociones, las historias, los sueños, los fantasmas. Es una actitud que introduce un distanciamiento entre nosotros, y que nos degrada como personas y como sociedad a la vez: como personas porque uno no puede sentirse entero o íntegro en el aislamiento, y porque no reconocer o rechazar al otro es de alguna manera no reconocernos y rechazarnos a nosotros mismos, y como sociedad porque sin entender que todos estamos en la misma situación, que todos somos iguales, se le da paso al reinado del “sálvese quien pueda” y la sociedad se vuelve un conjunto de animales humanos aislados que se dan la espalda.